Es necesario recibir por parte del Otro un “No” en la infancia, para luego, una vez adultos no solo poder preservarnos, respetarnos, diferenciarnos nosotros mismos, sino también trascender a ese Otro. Trascendencia donde se produce el pasaje de la dependencia a la autonomía.
Todo comienza en la infancia, en los límites, en poder diferenciar entre dar amor, dar tiempos y dar objetos. Amar, es dar lo que no se tiene.
El “no pienso” que es tan común hoy, evoca a ese Otro que oferta sin medida objetos que taponan la falta. Entonces el sujeto se lanza sin medida tras ellos buscando completud. Y lo que no aparece es la angustia, porque no hay duda ni corte que deje aparecer lo que no se esperaba.
Queda el goce. El deseo no se conoce. Asi entonces, aparece todo lo light, los libros de autoayuda, las promesas de juventud eterna, que invitan a un no pensar que contribuyen a que las preguntas, las respuestas y las verdades de cada uno, queden en el olvido. Y de este modo, “todo síntoma no reconocido es incorporado inmediatamente al falso ser del sujeto que se afirma en el “no pienso”.
Falso ser que se traduce en que el sujeto, ignora lo que es para el Otro y que permite desentenderse de los pensamientos que pueden cruzarse por la mente.
La angustia es la brújula que nos indica un lugar, unas coordenadas: Las del vacío, las de la falta, también las del deseo. Se debe entonces saber bordear, contornear este vacío para poder concebirlo y crear a partir de él.
De esto se trata la experiencia analítica, de saber hacer con ese vacío, con esa nada. De saber hacer con esa parte del síntoma que no se puede nombrar.