“Solamente dos legados duraderos podemos aspirar a dejar a nuestros hijos: uno, raíces. El otro, alas.”
-Hodding Carter-
Uno de los momentos más importantes de la vida es aquel donde les enseñamos, a nuestros hijos, a caminar. A dar sus primeros pasos. A explorar el mundo. A caerse y levantarse.
Lo hacemos, irremediablemente, con la mirada fija en su andar. Que no se tropiecen. Que no se lastimen. Que no se larguen a llorar.
Creo que todas estamos de acuerdo en que les evitaríamos todos los males del mundo ¿No? Que seriamos, para siempre, su calor y protección.
Pero un día, los ves cómo, de a poquito, se van despegando de tus brazos, ellos felices. Mientras a vos se te parte el alma en dos. Te preguntas miles de veces, cómo vas a hacer para dejarlo en su primer día de jardín. En su primer cumpleaños. Si es tuyo. Si vos sos su sostén. Si tus brazos son su hogar cuando todo alrededor está mal, muy mal.
Pero no. Esa no es la realidad. Tu hija, tu hijo, no es tuyo. No es una parte de tu cuerpo. No te pertenece. No es un objeto. Es un pequeño ser humano, cuyo cuerpo alojabas, más no su alma.
Es quien debe aprender por su cuenta, que aun en la distancia entre los dos, siempre puede encontrar un camino de vuelta hacia vos. Podes no ser su hogar, pero si su estación.
Y así crecerá sabiendo que no te necesita pero te elige. Y esto es el amor. Sabrá que podrá disfrutar de momentos y situaciones donde no estés vos. Sin embargo, sabe que cuenta con toda tu atención, escucha y contención si tropieza en el difícil y largo camino que es la vida.
Si cortamos ese cordón que nos ata y les ata sus alas, crecerá siendo libre y capaz de resolver por sí mismo las encrucijadas que le presente la vida. Crecerá pudiendo pensar por sí mismo sin sentirse culpable por eso. Crecerá sabiendo, que puede amar y ser amado sin ataduras ni apegos.
Es la tarea más difícil que como madres y padres, tenemos. Pero así es como ellos podrán ser mañana, protagonistas y arquitectos de sus propios sueños.
Lic. Gabriela R. Rivera