El envejecimiento, los recuerdos y el cuerpo.

La estructura social prescribe aquello que es propio de la vejez, lo esperable, lo pertinente o no, también lo pasible de sanción. La vejez ha sido tanto reverenciada y exaltada como denigrada y despreciada.

Estamos ante un sistema de violencia ejercido  sobre las personas mayores que se constituye también como violencia simbólica, en la medida que el discurso social se va construyendo desde mitos y prejuicios que somete al viejo al lugar de sujeto enfermo, discapacitado, deteriorado y asexuado.

Cuanto mayor sea la identificación del adulto mayor con el imaginario social, mayor probabilidad de sucumbir a la depresión a consecuencia de la cancelación  del proyecto vital así como el investimento de aspectos mortíferos.

Es factible que haya ciertos adultos mayores que preserven la pasión gracias a la presencia de investiduras en proyectos vitales, vínculos intrapsíquicos e interpersonales  libidinales  favorecedores  de la autoestima. Están organizados psíquicamente de manera tal que facilitan movimientos  progresivos, vinculares e integradores que les permite defenderse de la mirada discriminatoria. Podrán entonces buscar y construir lazos de apoyo social que previenen y atenúan las  situaciones críticas  y la enfermedad, incrementando  inclusive los mecanismos inmunológicos.

En cambio cuando la persona mayor es frágil, los lazos sociales se ven disminuidos generándose efectos negativos sobre el  sujeto como enfermedades coronarias, accidentes, caídas, suicidios, y altos índices de admisión en servicios psiquiátricos. Nuestra estructura social vincula vejez con enfermedad, este prejuicio,  lamentablemente es interiorizado por los propios viejos y constituyen factores traumáticos.

La respuesta subjetiva del anciano es la identificación con este lugar marginal  donde el malestar interno puede expresarse a través de la enfermedad.

El adulto mayor ofrece entonces su cuerpo en sacrificio de aquello que ha perdido valor y retorna a través de la enfermedad buscando ligarse a los demás, estar desesperadamente vivos, demandando ser mirado, tocado, escuchado en su dolor.

Desde el psicoanálisis  podemos pensar el envejecer como un proceso que pone el jaque la fantasía de completud, se trata de un progresivo desprendimiento de ciertas envolturas con que nos fuimos revistiendo a lo largo de nuestras vidas.

Dichas envolturas son funciones: físicas, lugares dentro del ámbito familiar, roles sociales, relaciones afectivas, bienes e imágenes. Se producen pérdidas que no necesariamente implican un derrumbe, no en tanto sea factible elaborar duelos.

Duelar:  significa una operatoria inconciente donde se pone en marcha un trabajo psíquico para elaborar la idea de que aquello que estaba no va a estar más, una aceptación interna de dicha situación y recobrar un nuevo impulso vital que permita investir nuevos proyectos y vínculos afectivos que mejoren la existencia. A partir de la forma  en que han sido realizados dichos duelos, va a depender el destino de esta última fase del ciclo vital humano.

Según Erikson, la tarea  de esta etapa final de la vida es sostener el sentimiento de integridad, identidad y equilibrio logrado en la adultez. Este sentimiento de integridad  corre el riesgo de perderse durante la vejez.

Esta etapa de la vida puede encontrar al sujeto situado predominantemente en algunas  de estas posiciones polares: integración  versus  desesperación. Se logra un lugar de integración cuando la persona mayor ha podido  progresivamente abandonar la omnipotencia infantil, aceptar los propios límites  y tolerar el cambio generacional como necesario y no como mero desplazamiento.

Para satisfacer la necesidad siempre renovada de construir nuevas funciones, nuevos vínculos y un lugar en la vida que le permita transmitir su experiencia como sabiduría, es muy importante el estado de la memoria. Una de las riquezas que guarda el adulto mayor son sus recuerdos, se erige a través  de ellos en custodio de los afectos vivenciados, los pensamientos propios almacenados y las acciones realizadas. El viejo vive primordialmente en la dimensión del pasado que implica  también la posibilidad de vivir el presente en plenitud. El  recuerdo le permite a la persona mayor volver a recorrer el camino de su vida, para que los recuerdos afloren el anciano tendrá que ir a desanidarlos en los rincones mas remotos de la memoria.

Rememorar es una actividad trabajosa y perturbadora, a su vez es saludable pues en la remembranza es posible encontrarse a sí mismo, la propia identidad, el  sentido o sinsentido de la vida junto a los muchos años transcurridos y las mil peripecias vividas.

Durante la vejez la persona mayor también tendrá la tarea de buscar nuevos recursos creativos, para sostener o restablecer la autoestima y la identidad  amenazada por el deterioro de algunas funciones. Lograr un sentimiento interno de desafío para superar la pasividad, los obstáculos  y el sentimiento de desamparo, permite desarrollar el sentimiento de que se ha vivido una vida única,  junto a sentimientos de gratitud por esto.

En caso de que la persona mayor este ubicada en una posición interna de desesperación, predominará  el sentimiento de soledad  y desamparo, la aparición  de depresión con disminución de la autoestima, empeoramiento psico-físico, hipocondría, accidentes, aislamiento social, y familiar. Además puede haber predominio de resentimiento en lugar de gratitud por el transcurso del propio acontecer vital.

Las fuerzas que llevan al  adulto mayor a seguir uno u otro destino van a depender de la existencia de apuntalamientos sociales y familiares, de la forma en que han podido  elaborar  las diversas  pérdidas, de la historia  de cada sujeto particular  y del estado  físico con que llega  a esta etapa.

El cuerpo es el escenario principal  donde se desarrolla el drama de la vejez. Desde el comienzo de la vida, el cuerpo esta marcado por el deseo, la mirada, la palabra del otro significativo y de los otros con quienes se despliegan vínculos que construyen psiquismo.  Esto va a determinar la forma particular de despliegue del deseo expresado en el cuerpo, irá marcando la dramática de su vida y por tanto de su envejecimiento atravesado por  el paso del tiempo, su destino y significado.

La piel es de todos los órganos de los sentidos el más vital, cumple diversas funciones  psíquicas  que se apoyan en funciones biológicas.

Es una superficie de inscripción de las huellas que los vínculos de amor dejan durante el transcurrir vital: las caricias, los abrazos, los vínculos entre la mirada y el cuerpo, aquello que primariamente va estructurando al yo. La piel brinda en forma progresiva sentido de unidad e integridad  gracias a la mirada y el contacto con los otros significativos, el mirar y ser mirado ocupa un lugar central en la constitución del cuerpo unificado. En relación al cuerpo la medida de lo deseable o no, pasa estrictamente por la piel y por lo que ella ofrece a la mirada.

A consecuencia de la marginación durante la vejez, la piel adquiere en el plano psíquico una función excesiva de barrera protectora que lleva al aislamiento. El adulto mayor deja de ser mirado, tocado, escuchado, lo más grave que al no encontrar anclaje en el deseo del otro, está expuesto a perder su propio deseo… el deseo de estar vivo. Así quedan facilitadas las vías para las enfermedades  psicosomáticas como único resquicio donde expresar el dolor psíquico, demandando, a través de su enfermedad, ser escuchado en su padecer emocional y aún mas en su padecer existencial.

 

 

Fuente: www.elpsicoanalitico.com.ar

El envejecimiento, los recuerdos y el cuerpo.
Scroll hacia arriba