Cada vez es más frecuente escuchar el término crisis de la mediana edad para designar la serie de cambios psicológicos que transitan las personas entre los 35 y los 45 años de edad.
El psicoanalista británico Jaques Elliott (1965) considera que el principal detonador de la crisis de la mediana edad tiene que ver con dejar de pensar en la muerte como algo que le pasa a otros y empezar a pensar en la propia mortalidad.
Algunos pueden reaccionar con estados de angustia pasajeros, que pueden ser superados, mientras que otros pueden desarrollar trastornos que comprometen la vida emocional y la posibilidad de establecer vínculos profundos.
Melanie Klein (1959) pensaba que la capacidad para manejar emociones conflictivas y tolerar la ansiedad que produce pensar la propia muerte, tenía que ver con la relación que el bebé pudo establecer con la madre, por quien por primera vez experimentó amor y odio.
Las personas que lograron durante la primera infancia internalizar los aspectos bondadosos de la madre consiguen trabajar con las experiencias de dolor, aceptar la propia destructividad, tolerar el conflicto y la ambivalencia.
Durante la etapa adulta, estas personas pueden comenzar a pensar su propia muerte, restablecer los objetos perdidos de la infancia y la juventud y fortalecer su carácter. Asi, viven la segunda mitad de la vida con una sensación de calma y serenidad, siguen interesándose en el mundo y pueden desarrollar la creatividad con una actitud de desapego.
En cambio, cuando no se ha podido internalizar una madre que permita tolerar la pérdida y la ambivalencia, la idea de hacerse viejo o morir genera ansiedades intolerables. El dolor que genera pensar la posibilidad de que la vida se acabe puede generar fantasías de inmortalidad que son la contraparte de las fantasías infantiles de sentirse indestructible.
La ansiedad y ambivalencia que despiertan el envejecimiento y la caducidad de la vida, pueden generar sensaciones de fragilidad y vulnerabilidad intolerables, que en ocasiones conducen a la necesidad de idealizar un objeto externo que pueda librarnos de los males que se avecinan. Por eso hay quienes buscan refugiarse en el misticismo o desarrollan un cuidado hipocondríaco de la salud y la alimentación.
Reconocer el envejecimiento, la enfermedad y la muerte como hechos personales e imposibles de evitar es probablemente uno de los conflictos más complejos de la mente. Quienes logran ir elaborando las ansiedades que despierta la muerte, suelen vivir la segunda mitad de la vida con una sensación de plenitud y madurez. Quienes, por otro lado, no lograr tolerar estas ansiedades, se aferran a la juventud y buscan negar la realidad interna, empobreciendo sus vínculos emocionales.
Por esto, cuando llegan al consultorio personas que notan un desfasaje entre lo que son y lo que eran y no saben como sobrellevarlo, se aspira a trabajar en una reconstrucción del yo, reforzando aquellos aspectos positivos que permanecen, apelando a que el sujeto pueda desplegar respuestas creativas frente a esta nueva percepción del tiempo, del cuerpo, de si mismo y de los otros, al mismo tiempo que se trabaja en el proyecto de vida y el sentido que el sujeto le da a su propia existencia para que pueda enfrentar la vejez y la finitud con serenidad y aceptación.
Referencias:
Jaques, E. (1965). “Death and the middle life crisis”. International Journal of Psychoanalysis. 46: 502-514.
Klein, M. (1959). “Nuestro mundo adulto y sus raíces en la infancia”. Obras completas. México, D.F.: Paidós.
Klein, M. (1963). “Sobre la salud mental”. Obras completas. México, D.F.: Paidós.